Aurora se embarcó en aquel crucero como solía embarcarse en el resto de sus
aventuras cotidianas, algunas menos cotidianas que otras, pero a las que ella
aplicaba el mismo procedimiento reflexivo: ¡vamos!
La convenció su fantasía romántica de escribir a bordo, arropada en una manta
sobre una hamaca de cubierta bebiéndose un combinado —sin fumar, que ella era
muy activista—. Por eso se decidió por uno que recorriera el verano de los
mares del norte, le pareció la latitud más apropiada para soltar su
inspiración. Y sola, claro, si no cómo iba a fantasear hasta el delirio
narrativo, desde luego ni sus amigas ni sus amantes la acompañarían, ella así
no podía inventar, que era de distracción fácil.
Ella para inventar tenía que
notar el hueco de lo que le faltaba, de lo que no había podido rellenar con sus
creaciones, esas que se creía al ir escribiéndolas. Le gustaba repetir que era
una creída porque se lo creía todo, las películas, las novelas, se creía hasta la
vida que se inventaba para ella misma, que una vez escrita, zas, se convertía en realidad. Y algo de
eso había, porque insistía en que comprobaba con la frecuencia del
experimentador que sus hipótesis se materializaban, algo así como una profecía
de autocumplimiento, o como una escritura de autorrealización, porque en lo que
no entraba era en la escritura de autoayuda, ella no escribía para redimirse de
nada, ni para darle la brasa a nadie con las megalomaníacas novelas del
neurótico estándar. No, ella no contaba su vida, ella se la creaba y luego se
la creía para vivirla punto por punto. Si algo no le cuadraba, pues cambiaba
unas frases, unas comas, algunos adjetivos y listo.
Pues eso, que decidió
embarcarse con el equipaje ligero de las infinitas páginas en blanco que la era
digital permite colar a los controles de seguridad, ignorantes no programados
para estos peligros. Con el añadido de que se informó que en alta mar no hay
conexión a internet, bueno, no hay conexión razonablemente pagable, así que como
si no la hubiera. Desconectada para resetearse —no le gustaba mucho eso de
reiniciarse, que le sonaba a desperdiciar camino andado—, se lanzó a su
aventura.
Pero esta vez la pensó como
un nuevo y ambicioso experimento: ser capaz de inventarse su novela definitiva,
sin influencias distractoras que la confundieran. Pensó que así le saldría más
auténtica, más genuina, más verdadera. Pero también era consciente del riesgo,
de lo delicado de la misión que se había impuesto: desembarcaría con su
historia escrita, y aunque sabía que podría revisarla después, lo cierto es que
estaba cansada de retocarse la vida una y otra vez, indecisa. Así que ya estaba
bien, esta sería la definitiva y con ella tendría que apañárselas.
Los primeros días de travesía
no le aportaron mucho en la construcción de su nuevo proyecto, todos
preelaborados de paquete estándar para turistas en manada a los que el viaje
les aporta lo mismo que si lo vieran por televisión; viajeros impostados por
negarse a renunciar a la mínima de sus comodidades diarias; turistas en
tránsito al siguiente destino coleccionable con el que aburrir al osado que se
acerque a menos de un metro durante más de un minuto —esto me recuerda a una vez en aquel sitio de esotro lejano país donde
estuvimos...—. En fin, todo lo que odiaba Aurora del turista patrio. Es
verdad que no pensó en ellos cuando planeó su viaje, pero ahora que los tenía
delante le pareció que aportaban realidad a su proyecto, así que los incluyó
para tener claros los límites que no rebasaría.
Entró en el barco ilusionada
con unas Vacaciones en el mar
perfectas, pendientes desde su infancia, para poco a poco irse dando cuenta de
que nunca se puede vacacionar de uno mismo, de que no se puede dejar en casa
una mitad para sacar a pasear solo la mitad buena. Y si eso fuera posible,
siempre encontraríamos de vuelta a la mitad resentida que nos viniera a
recordar que no somos completos —perfectos—, o en el mejor de los casos, que
estamos en construcción.
Y este juego de mitades no
viene a cuento por lo de las medias frutas, no, Aurora lo asoció con
fundamento: un día se tropezó —literalmente— con una señora con el lado
izquierdo paralítico —menos mal, así podía hablar—, otro día con un señor con
las piernas inutilizadas en su sillita eléctrica —qué comodidad poder
recargarla en el barco—, acompañado de su mujer que por casualidad tenía la
mano derecha paralizada —por eso podía hablar y caminar y cuidar del marido—, y
así hasta completar todo un catálogo de incapacidades que no pudieron dejar de
ponerla en la senda de las suyas propias, igualmente elaboradas a medida.
Quizá ver a tanta gente
funcionando a medio gas hiciera que se le despertara su mitad adormecida,
alelada o alienada, o puede que simplemente acomodada en una incomodidad
perezosa. El caso es que según pasaban los días iba llenando las páginas que
trajo en blanco de una historia, no de su propia y aburrida historia escrita
para reconvertirse en heroína, sino de una historia creada para contribuir a
que otros se inventen la suya a base de las fantasías mágicas de los libros, a
base de las fantasías universales con las que todos nos elaboramos.
Aurora descartó escribir su
novela perfecta y así pudo empezar a trabajar para escribir la novela perfecta,
completa, aquella para la que un frío diez de diciembre la invitarían a visitar
Estocolmo.
Desembarcó.
Desembarcó.
Texto publicado en el nº 2: "Verano", de "Las 4 estaciones" de La Esfera Cultural en julio de 2015